Una enorme nube negra se cierne de repente sobre mí. Lo cubre todo. Donde antes había sol y colores, puede que hasta risas y algún momento de felicidad, ahora sólo hay oscuridad, el mundo en escala de grises, frío, y también un incómodo y sordo silencio que me inquieta hasta hacerme sentir ganas de llorar.
Soy un pequeño punto gris indefenso en medio de una inmensidad desolada, si sollozo oigo el eco triste de mi propia voz. Tengo miedo, y por más que miro a mi alrededor, no soy capaz de encontrar algo a lo que agarrarme para no naufragar.
Procuro buscar dentro de mí la valentía, la fuerza para disipar esa horrible nube de desolación, pero sólo consigo escuchar entonces el ronco susurro de una sombra sin forma que se inclina sobre mí y desliza todos mis miedos hechos palabras, suavemente, en mis oídos, erizando hasta la piel de detrás de mis orejas.
Estás sola. No te quiere. Te miente. Te engaña. No te enteras.
Entonces lucho. Intento recordar el beso que me diste antes de irte, las caricias entregadas de la otra noche, las más hermosas palabras de amor incondicional que jamás me han dicho. Y tus ojos. Tus manos. El hueco que guardas para mí en tu cuerpo.
Lo intento, pero el beso se vuelve flojo y desganado, las caricias me parecen mentira, las palabras se quedan sordas, y tu cuerpo se me aparece lejano e inhóspito, como si no me perteneciera, como si jamás hubiera habitado en él.
Nada sirve para luchar contra la nada. Y entonces me enfado, me hundo, siento ganas de venganza, de herir antes de morir, de matar si hiciera falta, de hacerme renacer con las lágrimas de otro, de impulsarme en otro cuerpo moribundo para respirar un desesperado aliento como un pez fuera del agua.
Y todo esto sucede si te vas.